NOVELA
La jauría y la niebla
Algaida Editores, 2009
Una mañana de diciembre Ander se enfrenta, como cada jornada, a lo que se ha convertido en uno de los momentos más duros de su existencia: entrar en clase. Mientras, a su hermano pequeño le desvelan el secreto de los Reyes Magos. Ese mismo día el escritor Ignacio Mayor acudirá al instituto donde estudia Ander para impartir una conferencia.
Estos tres personajes, unidos por los sutiles hilos de los sentimientos, la casualidad y la memoria, tejen una historia acerca de la violencia que ejerce el grupo sobre el individuo, la pérdida de la inocencia y la necesidad de recuperarla para poder seguir viviendo.
La jauría y la niebla indaga en la búsqueda de la felicidad, pero también en la súbita llegada de la desgracia. Martín Casariego ha escrito una emocionante novela, galardonada por el prestigioso jurado del Premio Logroño, en la que dolor, ternura y esperanza se combinan para atrapar a los lectores en una historia inolvidable.
Visión personal
La jauría y la niebla es una novela en la que he reunido ideas, asuntos o preocupaciones que me han asediado durante años. Desde mi época de universitario —cuando soñaba con convertirme en un escritor— me atraía el tema de las tres edades, común en el Arte, reflejar cómo nos cambia el tiempo (pero no por fuera, a la manera de los pintores y escultores, sino por dentro), y hasta ahora no me había sentido capaz. En 1996, tras publicar mi primera novela juvenil, empecé a viajar por distintos lugares de España, yendo a colegios e institutos a los que me llevaban comerciales de la editorial y en los que tenía charlas con niños o adolescentes que habían leído alguna de mis obras. Para mí todo era nuevo, y muy sugerente: volver al colegio, pero desde otro ángulo, observar —y escuchar— a los alumnos, a los profesores, a los comerciales, hacerme preguntas (ellos, y yo a mí mismo) sobre los libros, la lectura, la educación, la escritura… Era un poco como estar en un laboratorio, y ver diferentes reacciones. Además de reflejar esto, la figura de Ignacio Mayor me permitía tocar otros asuntos: la muerte, el suicidio, la felicidad, el bien y el mal, la memoria, la creación artística, el amor, el sentimiento de culpa, la necesidad de recuperar algo de la inocencia perdida para poder seguir viviendo… En 2001, en un viaje en tren con mi hermana María, estuvimos hablando sobre los Reyes Magos, sobre esa increíble conspiración en la que todos —sin excepción, medios de comunicación incluidos— participamos, y cuyo fin es que los niños crean en su existencia real. Los cambios en la edad, por supuesto, son graduales, pero ¿qué mejor frontera que el día en el que te dicen la verdad sobre los Reyes, para marcar el inicio del fin de la infancia?
Todo esto, claro, necesitaba algo que lo vertebrara, y ese algo es el acoso escolar, que todos conocemos más o menos de primera mano, en diferentes grados. Hace unos años, me contaron que a una persona muy querida por mí la saludaban burlonamente cuando entraba en clase. Así arranca La jauría y la niebla, y la rabia, el dolor, la frustración y la impotencia que sentí al escuchar aquello, son seguramente el motor que la puso en marcha. El acoso escolar es una variante de la violencia del grupo sobre el individuo. Pero se trata de una variante especialmente cruel y significativa: cruel, por quien la sufre, un niño o un adolescente; y significativa, por el lugar en el que ocurre, el colegio, donde los padres envían a sus hijos para que sean educados y aprendan a convivir y a respetar a los demás. El acoso escolar es una triste derrota de la educación frente a nuestros peores instintos, la violencia, el odio al diferente, la unión cobarde de la manada contra la víctima. El acoso escolar, por supuesto, ha existido siempre, y en cualquier lugar o sociedad: podría haber situado esta historia en Uganda o en Canadá, en nuestra época o hace cien años. Pero mientras imaginaba la novela, iba teniendo cada vez más claro que el lugar idóneo para que ocurriera, el paisaje de fondo, debía ser un pueblo del País Vasco, en nuestros días, e introducir de ese modo, aunque sólo como ambiente, otra cuestión que me preocupa desde mi juventud: la insoportable presión a la que se ven sometidos muchos vascos por no comulgar con la ideología abertzale. Pensé que la historia se reforzaría, y que el lector no tendría la tranquilidad de pensar que el horror de la violencia del grupo sobre el individuo se acaba a los dieciocho años, sino que sería consciente de que tiene más formas de mostrarse, y que te puede tocar a cualquier edad: en un pueblo de Guipúzcoa, o en tu puesto de trabajo. Sabía que esa elección resultaba incómoda para mí y para algunos lectores, que podrían leer La jauría y la niebla con prejuicios o reservas, y por eso decidí escribir la historia de Ander sin juzgar, sin que el narrador interviniera. La novela es comedida, el paisaje es muy realista, y a Ander no le acosan por ser hijo de inmigrantes. He pretendido escribirla a la manera de Stendhal, poniendo un espejo a lo largo del camino. Claro que un escritor no es del todo inocente, y aunque proceda de ese modo, ha de escoger el camino que pretende reflejar. Si alguien se reconoce en ese espejo, pensaba mientras escribía, sus razones tendrá. En cualquier caso, como escritor yo no busco mi comodidad, ni la de mis posibles lectores: únicamente pretendo escribir novelas de la manera más eficaz posible y llegar literariamente lo más lejos que me permitan mis fuerzas.
Críticas
Entrevistas
Entrevistas concedidas con motivo de la publicación del libro.
Primer capítulo
Aire para respirar. Por la boca levemente abierta entraba el justo para seguir viviendo. Se detuvo ante el arranque de la escalera. Era como un pez en un pantalán. Un poco mejor: a un pez fuera del agua no le entra ni siquiera ese mínimo oxígeno. Cada escalón era un gran obstáculo. Había leído en un periódico que en cada bocanada de aire que respiramos hay cerca de mil ochocientos microorganismos diferentes, entre microbios y bacterias. Reunió fuerzas. Un peldaño. Luego otro. Intentó respirar más hondo, infectarse, pero no lo consiguió. Le faltaban diecinueve. Empezó a cantar en su fuero interno la canción del prehistórico disco de vinilo de su padre, Wish you were here . So / So you think you can tell , dieciocho… Las piernas le dolían. Diecisiete, blue skies from pain , dieciséis, quince, un equipo de rugby, catorce, la edad que tenía. Siguió subiendo. Cada movimiento era una tortura que debía infligirse sin ánimo ni esperanza, trece, sin un fin que justificara tanto dolor. Le faltaban doce, once, un equipo de fútbol. Intentó concentrarse en sus cordones. ¿Desde hace cuánto los tenía? Uno estaba ya roto, pero su largura aún permitía hacer una lazada. Eran los que venían con los zapatos. Tenían, pues, un año apenas. ¿Y quién había comprado los zapatos? Él, acompañado por su madre, diez. O más bien su madre, seguida a regañadientes por él. Un número mayor que el suyo, para que le duraran más, nueve, y ya empezaban a quedarle pequeños. Los muslos le dolían horriblemente, ocho, pero lo importante era no pensar en ello y no quedarse paralizado. Siete, ¿Cómo has entrado? , un equipo de balonmano, seis, cinco, un equipo de baloncesto, los dedos de una mano o de un pie, una bocanada de aire, si pudiera llenar los pulmones. Cuatro, tres, Tengo muchos poderes , dos, un doble de tenis. Miró con una mezcla de odio y aprensión el último peldaño. Avanzó el pie derecho hasta posarlo en el piso superior. Únicamente le restaba cargar su peso en la pierna derecha, impulsarse con el muslo, inclinar el cuerpo hacia delante para apoyar el movimiento, y desplazar el pie izquierdo hasta ponerlo en el suelo. Había llegado al final, la cumbre del Everest. Volvió a detenerse para recuperarse del esfuerzo, risible y titánico a la vez. Se le ocurrió un chiste macabro para montañeros, Ever rest , descanso eterno, si su pobre inglés no le fallaba. Unos metros más allá estaba la puerta de su clase, la primera del pasillo. Un nuevo sacrificio, un pie después del otro, un pie después del otro, un pie detrás del otro, un pie delante del otro, y alcanzó la puerta de madera pintada de blanco. Otra vez esa sensación en la nuca, en los hombros, como si algo le chupara las escasas energías que le quedaban. Logró que en los pulmones entrara más aire. Abrió la puerta y, mirando hacia el suelo, viejas losas agrietadas, se dirigió hacia su pupitre.
-Hola, Ander.
-¿Qué tal, Ander?
-Buenos días, Ander.
-Llegas tarde, Ander.
-Hola, hola, hola, Caminero, contesta, mal educado, hola, barrendero.
Sin levantar la vista, se quitó la mochila (al hacerlo, notó que sus hombros se liberaban, que el dolor del cansancio ascendía y escapaba por el cuello, como si su espalda hubiera soportado un gran peso), y ocupó su asiento, en la segunda fila, junto a la ventana. Escuchó la voz del profesor, a escasos metros, áspera, hostil, esa voz que no había mandado callar a los alumnos que habían roto la disciplina de la clase para zaherirle con sus burlones saludos.
-¿Otra vez tarde, Muñoz Caminero? ¿Tan poco te gusta estar con nosotros? Te recuerdo que mañana hay examen, y el que no llegue en punto, no entra.
Se había puesto el despertador media hora antes de lo normal para llegar a tiempo, pero no contestó. Continuaba sin alzar la vista. Sentía la del profesor clavada en él, en su frente, en su flequillo, en sus hombros caídos. El despertador había sonado cuando él llevaba ya tres horas despierto, ¿Cómo has entrado?, Tengo muchos poderes. Sacó el libro de la cajonera. Se lo había olvidado la víspera, y ya fuera, a la puerta del instituto, al acordarse de él, había preferido no volver a entrar. Miró de reojo al de Asun, para ver por qué lección estaban. Su compañera tapó el título, pero pudo ver el número de la página. 48. Abrió su libro. Entre las páginas 48 y 49 alguien había puesto dos cabezas de anchoa.
Mucho peor que un pez en el pantalán.
Porque el pez boqueaba buscando la vida, y él tenía ganas de morir.