NOVELA JUVENIL
El capitán Miguel y el misterio de la daga milanesa
Anaya, 2015
En el siglo XVI, en una recóndita región del interior, tras años de tranquilidad vuelven a producirse los brutales asesinatos de jóvenes que acaban de cumplir catorce años, aparentemente cometidos por un lobo. Cuando el muerto es el hijo de un noble, las autoridades deciden tomar cartas en el asunto. El señor de Monroy encargará al joven capitán Miguel que investigue los crímenes. Miguel, que sobrevivió al ataque del lobo años atrás, es el único capaz de detenerlo, pero el monstruo podría estar mucho más cerca de lo que cree… y la única pista con la que cuenta es una misteriosa daga milanesa.
Visión personal
Desde hace muchos años tenía ganas de escribir una novela histórica ambientada en la Edad Media, pero tal proyecto era poco más que un vago deseo al que apenas dedicaba atención. Una noche, estando en el salón de mi casa, apareció mi hijo menor, Juan, que entonces tendría unos seis años, y me dijo que no podía dormir. Le pregunté qué le ocurría, y me contestó que tenía miedo. ¿De qué? «De los lobos que hablan». Esa frase, llena de sugerencias, encendió una luz en mi cerebro. Había tenido una pesadilla, en la que un lobo entraba en casa. Le expliqué que los lobos no hablan. Éste, sí, respondió con mucha seguridad. Le dije que, en cualquier caso, no podría llegar hasta nosotros, pues vivimos en una ciudad y si un lobo pretendiera llegar hasta allí, le atropellarían, pues los lobos no saben cruzar las calles. Éste sí sabe, respondió con la misma resolución. Vivimos en un tercero, le dije. Los lobos no saben trepar. Por supuesto, mi hijo se mostró convencido de que el lobo al que tenía miedo sí sabía escalar fachadas. Aquello me dejó pensativo, y se unió a un par de folios que había escrito para un anuncio de una marca de cerveza con nombre de arcángel, proyecto que se quedó en nada, pero del que sacaría alguna idea para lo que empezaba a imaginar: una novela en la que un padre cuenta una historia a su hijo para intentar quitarle el miedo y convencerle de que, aunque sí ha habido lobos capaces de prodigios tales como hablar, se extinguieron hace tiempo.
Y así me lancé a escribir una historia, con el esquema de La princesa prometida, que al final no situé en la Edad Media, sino en el Renacimiento, por ser una época de descubrimientos, de apertura mental y geográfica, en la que, además, España jugó un papel principal. Una época, la de Carlos I, en la que, aunque llena de miseria y crueldad, también había lugar para el heroísmo y los ideales. Y así quería que fuese mi protagonista, el capitán Miguel: un héroe de acción de una pieza, romántico y culto, noble, entero, sin recovecos, como los de las novelas que me habían entusiasmado en mi infancia. Leí sobre lobos, sobre el Renacimiento, sobre la bestia de Gèvaudan (cuyas primeras víctimas documentadas tenían catorce años), sobre el asesino en serie Gilles de Rais… Y me adentré, de manera inesperada, por la pesadilla de mi hijo, en un territorio desconocido para mí en la que se fundía lo histórico, lo fantástico o sobrenatural y el placer de la aventura. Sin que faltara, por supuesto, una historia de amor. Tanto disfruté que me animé a escribir una continuación…
Críticas
Entrevista
Por María José García. La aventura del saber en TVE2, 26 de mayo de 2016.
Primer capítulo y fragmento del cuarto
1
Miguel
Miguel estaba tumbado, para que no se le viera. Le vigilaba, con la nariz entre los barrotes del balcón.
Avanzaba por la calle, atento, mirando a derecha e izquierda. Iba vestido y andaba sobre dos patas, pero lo hacía de una forma especial, ágil y en tensión, como dispuesto a saltar en cualquier momento. Llevaba una elegante gabardina, seguramente para disimular la cola, un sombrero y unas gafas oscuras, para ocultar el rostro. Ya estaba llegando a su portal…
Miguel contuvo la respiración.
Pasó de largo. Miguel respiró, aliviado.
Pero, repentinamente, volvió sobre sus pasos, se detuvo ante el portal y miró hacia arriba.
Miguel se echó hacia atrás y, con el corazón latiéndole violentamente, cerró la ventana y la contraventana. Fue después a la entrada. Pegó el oído a la puerta, tras echar el cerrojo.
Nada.
De pronto, sonó el ascensor. La puerta que se abría y unos pasos que se acercaban. No se atrevió a espiar por la mirilla.
Silencio. Y tras unos segundos, el cerrojo comenzó a descorrerse lentamente. Miguel lo miraba como hipnotizado, incapaz de reaccionar.
Con un chasquido, se abrió del todo y, como si ese sonido hubiera sido un remedio para su parálisis, Miguel se dio la vuelta y corrió hacia su cuarto, pensando desesperadamente en encontrar un escondite seguro. No se le ocurría ninguno.
Oyó que la puerta de la casa se abría. Tiró los almohadones de la cama al suelo, se metió entre ellos y se cubrió con la colcha.
Aguardó con los ojos cerrados. Pidió ayuda a Dios. ¿Por qué estaba solo, a dónde habían ido sus padres y su hermano?
Oyó los pasos en el pasillo, que se detenían ante la puerta de su cuarto.
El lobo entró. Miguel contuvo la respiración. Oía la del lobo, ronca y poderosa.
De golpe, la colcha que lo tapaba salió volando de un tirón.
El lobo le miraba con expresión triunfal.
—¡Ya te tengo! Y con su lengua grande y roja y babeante se relamió.
4 (fragmento)
Han vuelto los crímenes
–Capitán Navarro —dijo Monroy, dirigiéndose a Miguel y pasando por alto el ácido comentario del marqués—. Ya he pedido que, mientras dure la investigación, quede vuesa merced libre de todo deber y responsabilidad de servicio, por insignificantes que fueren.
Miguel inclinó la cabeza, en señal de agradecimiento y respeto.
—Y ahora dejadme solo, antes de que el recuerdo de Pavía llame a mi pierna y pague mi mal humor con vuesas mercedes.
Con esas palabras Monroy daba por finalizada la reunión, pero el capitán tenía aún una pregunta en la punta de la lengua.
—¿Y dónde fue hallado exactamente el desdichado don Ramiro?
—Junto a la fuente de los Castaños. Quizá el muchacho y el lobo sintieron sed a la vez. De agua el mozo, de sangre la bestia.
Antes de abandonar la estancia, Miguel oyó que el padre de Rosalba preguntaba a su mayordomo:
—Por cierto, don Julián, ¿ha visto vuesa merced mi ejemplar de la Tragicomedia de Calisto y Melibea? Estaba seguro de haberlo dejado aquí, pero desde ayer por la noche no lo encuentro.
—Pues no, don Isidoro. Por cierto, tampoco ha aparecido Il principe por ninguna parte.
—Es como si los libros tuvieran duendes traviesos en este hogar —rezongó Monroy—. Se ausentan y retornan como por ensalmo…