NOVELA
El juego sigue sin mí
Siruela, 2015
Ismael recuerda la época en la que, cuando tenía trece años, sus padres contrataron a Rai, un chico cinco años mayor que él, para que le diera clases particulares. Tras una primera sesión poco productiva, establecieron un pacto: el alumno estudiaría por su cuenta y el profesor le hablaría de libros, de películas, de música, de la vida… También de Samuel, un joven que se citó por carta con su exnovia, con la amenaza de que si no se presentaba se suicidaría. Con este punto de partida, Martín Casariego ha escrito una novela de iniciación, una novela sobre el paso de la adolescencia a la madurez; sobre la familia y las nuevas formas de relación entre los jóvenes; sobre la intensidad de una etapa tan decisiva en la vida; sobre el peso de la existencia y cómo aliviarlo. Una historia marcada por las sombras, las dudas y los secretos, en la que la ballena blanca de la que el narrador ha estado huyendo acabará por presentarse inesperadamente años después, cambiándolo todo e impulsándole a replantearse lo que ocurrió.
• «Una emocionante novela de duelos, de secretos, de amores desgraciados, del bello y abrasador mordisco de la vida». (Rosa Montero).
• «Una novela ejemplar, de sencillez solo aparente, que atrapa desde la primera página». (Marcos Giralt).
• «Un libro estupendo, brillante actualización de un género literario eterno: la novela de aprendizaje». (Ignacio Martínez de Pisón).
Visión personal
Hace bastantes años tuve la idea de escribir una historia sobre un chico que amenazaba a su ex novia con suicidarse si no se presentaba a una cita. Como ocurre a menudo, esa novela no se escribió, pero dio pie a El juego sigue sin mí. Esa es la historia que cuenta Rai al narrador, durante sus atípicas clases, y sirve de hilo vertebrador de la narración. Lo de esas lecciones en las que se pierde el tiempo surgió a partir del recuerdo de lo que nos contaba un hermano de las clases que daba a un amigo mío, en las que hablaban de cualquier cosa menos de la asignatura. Y me interesaba como base para contraponer la educación sentimental y la académica, un tema muy característico de las novelas de iniciación. En El juego sigue sin mí, para darle una vuelta más, concebí una doble historia de aprendizaje: la del narrador, en un primer plano, mucho más evidente, y una segunda, subterránea, que el lector descubrirá en algún momento de la lectura, y que tendrá que imaginar en su mayor parte.
Quería reflejar ese momento de la vida en el que creemos poder descubrir su secreto a través de las películas, los libros y, sobre todo, las canciones y las chicas, en el que queremos ser adultos, sin saber exactamente en qué consiste eso ni en cómo se hace, ignorantes de que es simplemente el tiempo el que nos hace mayores, sin que para ello intervenga nuestra voluntad.
El juego sigue sin mí es una novela adulta, pero con protagonistas jóvenes. Creo que sus lectores se pueden mover a ambos lados de esa difusa frontera que existe entre los “jóvenes adultos” y los ya maduros, como los de algunos libros que estaban en mi mente mientras escribía (pienso en Jack Frusciante ha dejado el grupo, El guardián entre el centeno, La ley de la calle, Jaulas o Función en el colegio, sin olvidar Lazarillo de Tormes, Moby Dick, La isla del tesoro, y un largo etcétera). Ya acabada, creo que es un paso más allá de mi novela juvenil más popular, Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero, no tanto por la manera en la que está escrita, sino por el fondo y el trasfondo de lo que se cuenta.
Pero quería hablar, sobre todo, de las heridas y las cicatrices, y de las heridas que no acaban nunca de cicatrizar. De las mías, por supuesto, que se pueden confundir con las de tantos otros. Si lo he conseguido, valió la pena el año y medio que dediqué a escribir El juego sigue sin mí.
Críticas
Entrevistas
Entrevistas concedidas con motivo de la publicación del libro.
RTVE, Página Dos – Entrevista a Martín Casariego, 01/02/2015
Primer capítulo
No voy a revelar mi nombre, porque no importa. Se me podría llamar Ismael. Dudo en cómo abordar el relato de aquellos meses que cambiaron mi vida, durante el curso en el que cumplí catorce, hace la friolera de nueve años. No sé si debo hacerlo desde el momento actual o si debo, más bien, procurar recuperar la perspectiva de aquel niño que dejó de serlo. Tampoco sé a qué atenerme con respecto a una de las personas que más decisivamente han influido en mí.
Fue un ladrón especial, pues me robó, sí, pero durante años he pensado que me dio mucho más de lo que me quitó. Hoy no estoy tan seguro. Es posible que gracias a él me apartara del mal camino. No lo sé.
Su nombre sí lo voy a decir. Se llamaba Raimundo, pero le llamaban Rai, y cuando le querían fastidiar le llamaban Inmundo, chiquillada que no le amargaba la vida. Así, con i latina, ni siquiera con el adorno de una i griega, hoy más anglosajona que helénica: Rai. No es un nombre para una leyenda. Pero así es la realidad.
Porque Rai, en el instituto, fue lo más parecido a una leyenda que yo haya conocido. Una leyenda escolar, como diría mi madre, no una leyenda de fama mundial. Así que, teniendo en cuenta esa escala, el nombre de Raimundo tal vez sea el apropiado. Lo bueno, lo mejor de las leyendas, es que nunca envejecen, y lo recordaremos así, siempre joven, con esa mirada azul algo líquida y bastante irónica, muy limpia y a la vez empañada, con el pelo negro ensortijado, un fular en el cuello, un pendiente en la oreja izquierda y una leve sonrisa eterna y como congelada, que casi nunca acababa de arrancar. Los pómulos marcados, la barbilla algo afilada. Ahora lo definiría como una especie de dandi vagamente desaliñado, aunque en la época en que lo conocí nunca se me habría ocurrido tal expresión. En cuanto a su mirada, la seguiría juzgando irónica, aunque quizá no tan limpia.
Tenía tres años más que mi hermana, y mi hermana dos más que yo. Ella se llamaba Teresa, pero un poco por picarla, un poco cariñosamente, la llamaba a veces Pesadilla de Fuego.
Teresa era, por decirlo pronto, la chica más guapa del instituto. Y vaya si lo sabía. Se hacía la modesta, pero vaya si lo sabía. Y no puedo culparla, debe de resultar muy difícil no ser una creída cuando medio instituto –casualmente, la parte masculina– piensa que eres maravillosa y está babeando por ti, te invita a las fiestas, te sonríe, te habla siempre con amabilidad, te deja copiar, te presta apuntes, te manda archivos con canciones incluso sin haberlo pedido, te cuela, sueña contigo, mendiga una de tus encantadoras sonrisas, etc., etc. Claro que también es cierto que algunas chicas la envidiaban y la criticaban, generalmente sin razón, pues Teresa, con todos sus defectos, era en el fondo una persona bastante más que aceptable; y que algunos la despreciaban, como la zorra de la fábula que despreciaba esas uvas que no podía alcanzar. En fin, supongo que todo el mundo encuentra piedras en el camino, y que incluso gozar de su agraciado físico –ojos verdes, labios llenos y finamente dibujados, melena negra y brillante, piernas largas– debe de ser complicado. He leído entrevistas en las que algunas modelos se quejaban: si los hombres no hubieran estado tan encima de mí, si me hubieran dejado en paz, yo habría podido ser esto o lo otro. En lo que a mí respecta, creo que tener por hermana a la más deseada del instituto fue bastante positivo, porque contribuyó a que dejara de idealizar a las mujeres. O quizá fuese bastante negativo, porque es algo que puede volverte escéptico. Ya no hay diosas en el horizonte, y lo primero que piensas al ver en una revista una fotografía de una modelo anunciando un perfume es que seguramente come pipas y lo deja todo lleno de cáscaras chupadas, o que hay calcetines sucios desperdigados por el suelo de su cuarto, o que nunca se lleva la mano a la cartera porque da por hecho que a ella hay que invitarla. En fin, no sé.
Pese a la diferencia de edad, sigo creyendo que yo también fui, de alguna manera, muy importante para él. Recuerdo la primera ocasión en que le vi. Fue al pasar del colegio al instituto. El instituto era un edificio del centro de Madrid con algo de historia, uno de esos nobles edificios de piedra con columnas, arcos, molduras, ventanales y techos altos, que los alumnos solo empiezan a apreciar en su justo valor cuando ya lo han dejado atrás, y no todos. […]