NOVELA
Un amigo así
Planeta, 2013
José y Lucas son dos amigos que llevan casi tres décadas escalando las montañas de medio mundo. Aunque su amistad parece inmune a todo, uno de ellos sabe que una fina grieta lleva años resquebrajándola. En una épica ascensión al Mont Blanc en la que el frío, la nieve, el viento y la naturaleza en su estado puro llevarán a los dos protagonistas al límite, descubrirán que siempre hay secretos inconfesables y deberán enfrentarse a sus fantasmas y miedos, pasados y futuros.
Visión personal
En 2006 tuve un desprendimiento de retina, desgracia que se repitió en 2010. Durante la convalecencia no podía leer, y familiares y amigos me resumían la prensa. Sumido en ese estado de postración, fui plenamente consciente del valor de un periódico, un objeto al que, de tan cotidiano, apenas damos importancia. Es muy barato, y además se renueva diariamente, y el de la víspera ya sólo vale para envolver pescado o para no manchar el suelo cuando se pinta una pared. Pero… es también un prodigio, un logro extraordinario, una de las máximas expresiones del desarrollo técnico y cultural de nuestra sociedad; es nada más y nada menos que una fotografía de un día del mundo, un resumen de un día de la historia de la humanidad. Y mientras pensaba eso, era consciente de que quizá los periódicos de papel, que son con los que yo he crecido y a los que yo amo, con todos sus defectos, tuvieran los días contados.
Empecé a pensar en una historia en la que una persona leía el periódico a otra. No quería reproducir mi situación personal, por próxima y dolorosa, y se me ocurrió la idea de dos montañeros encerrados en una tienda. Elegí que fueran hombres porque, después de varias novelas de amor, tenía ganas de escribir sobre algo muy presente en nuestras vidas, y también enormemente importante, y que sin embargo ha sido mucho menos tratado en la literatura: la amistad. Ya tenía dos amigos, una tienda, un periódico. Elegí el Mont Blanc como objetivo de los dos montañeros porque es el lugar donde nace el alpinismo, en los Alpes, en Europa Occidental. Y no podía haber sido en otro lugar, pues el alpinismo es también una expresión cultural, y sólo Europa estaba capacitada en el siglo XVIII para dar ese gran paso. Europa, que es, como los periódicos, un logro inmenso, una idea de respeto y libertad que, nos dicen, está en decadencia…
Empecé a leer libros sobre montañas y montañeros, terra incognita para mí, sobre gestas y accidentes, y el tema me fue atrapando cada vez más, mientras intentaba comprender qué se esconde tras el reto de escalar una montaña, y qué se busca. Reviví la historia de Mallory, descubrí que uno de mis poetas favoritos, Coleridge, había sido un escalador algo suicida, me encontré con la primera descripción de una vista desde las alturas, de Petrarca, quien en 1336, «llevado sólo por el deseo de ver la extraordinaria altura del lugar», subió al Mont Ventoux, leí que a Pasternak, en la estación de Astapovo, el cadáver de Tolstoi le había parecido el Elbrus, el volcán apagado de 5.462 metros al que los dioses encadenaron a Prometeo, o que en la tragedia del Matterhorn uno de los muertos había sido hermano de aquel marqués de Queensberry que llevó a Oscar Wilde a la cárcel de Reading, y unas cosas me llevaban a otras, en un viaje apasionante en el que incluso aparecía el piolet clavado en la cabeza de Trostky… Y todos esos descubrimientos los iba intercalando en la historia de los dos amigos que quedaban para ascender al Mont Blanc, aunque luego, en sucesivas correcciones, muchas fueron quedando por el camino, pues lo que me interesaba era narrar la historia de una vieja amistad, y quería que los datos sobre el alpinismo la enriquecieran, pero no la sepultaran.
Viajé a los Alpes, y hablé con amigos montañeros para documentarme con algo más que con libros y dar auténtica vida a las páginas en las que se relata la ascensión de Lucas y José, o en las que se recuerdan momentos o sucesos de sus escaladas anteriores. Y mientras escribía la novela, consciente de que una persona es muchas personas, me seguía documentando, e iba comprobando que, de la misma manera, una montaña es muchas montañas. Después de un año y pico (nunca mejor dicho) de escritura y de creer haber llegado ya a la cumbre, mis hermanos Antón y Nicolás me hicieron una crítica lo suficientemente dura como para que me replanteara la novela. Y decidí hacerles caso y reescribirla de arriba abajo. Cambié la estructura, el orden de los capítulos, la voz del narrador, la perspectiva, eliminé muchas noticias del Frankfurter Allgemeine Zeitung del 22 de diciembre de 2010 que los dos amigos compran en Ginebra y yo compré en la Gran Vía, resumí otras, intenté que la lectura, sin perder capacidad de sugestión, fuese más fluida, vi cómo se agrandaba la grieta en la amistad de mis personajes… Un proceso doloroso pero necesario, que me ocupó durante un año más. El resultado fue convertir El espejo del día, que así se llamaba al principio, con connotaciones más periodísticas que stendhalianas, en otra novela, Un amigo así, y tener la certidumbre, ahora sí, de haber terminado por fin.
Críticas
Entrevistas
Entrevistas concedidas con motivo de la publicación del libro.
Primer capítulo
El soldado cartaginés
Llegué a Chamonix hace cuatro días, tiempo suficiente para establecer una rutina. Como estoy desconectado, ni llamadas ni avisos la interrumpen. Me alojo en un hotel a cuyos pies se extiende el pueblo. Más allá, al otro lado del valle, se elevan los Alpes. Tras ducharme compruebo maniáticamente que todo el equipo esté en orden. Después de desayunar vengo a este café-bar, La Terrasse. Aprovechando el tiempo soleado, me siento a una mesa exterior y dejo que corran las horas, esperando. Enfrente de mí está el monumento en honor a Horace Bénédict de Saussure. Siempre estamos localizables, a todas horas y para todo el mundo, especialmente para las autoridades. Sólo Lucas sabe todavía esconderse, como si se hubiera quedado anclado a otra época, y le admiro –y también le envidio un poco– por ello. A menudo viene a mi mente el aviso que lo ha removido todo. Al conocer la noticia, se me contrajo el estómago. Como un soldado cartaginés, pensé. Salí a la calle y caminé un poco para serenarme. Me senté en un banco, frente al Círculo de Bellas Artes. La primavera estallaba en todos los árboles, en todas las plantas, en las piernas de las mujeres, y aquello que nunca había estado completamente dormido se había vuelto a despertar. Aunque en realidad, lo que me hace pasear por las tardes sin rumbo fijo como un fantasma es lo que había en el periódico. La camarera se acercará dentro de poco para preguntarme qué quiero tomar, aunque ya lo sabe. Creo que me mira con curiosidad. No es habitual que alguien se siente todas las mañanas con una mochila de montaña por toda compañía, crampones, piolet y cantimplora incluidos, como si fuera un perro al que sacara a tomar el aire.
–What do you wanna have today, sir?
Siempre me he dirigido a ella en inglés, y decido sorprenderla.
–Ayer te oí refunfuñar en español, ¿eres española?
–A medias –no parece molesta por mi falta de tacto–. Padre francés y madre española. ¿Estás esperando el permiso?
Hace un leve gesto hacia mi mochila.
–Sí. -Mi padre dice que todo esto está muerto, que es ya como un parque temático.
–La gente mayor siempre dice que todo está muerto, ¿no te parece? –sonrío-. Una cerveza, por favor.
Y callo. Otra vez quiero estar en silencio. Otra vez siento la necesidad de que las piezas se recoloquen, de asimilarlo todo, de reconstruir aquella jornada y de entender, de salvarme del rencor y la rabia que me asaltaron cuando leí la carta. Quito el envoltorio de una chocolatina, Douceurs des Cimes. El chocolate se deshace en mi boca, y mastico los granitos de avellana que quedan al final. Cierro los ojos. Veo a José sentado en el aeropuerto de Ginebra, leyendo. Le veo, sus ojos claros repentinamente iluminados, dirigiéndose hacia Lucas, que le saluda esbozando una sonrisa… Dead man walking. Así denominan en Estados Unidos a alguien cuyo destino está ya fijado, y eso era José cuando iba al encuentro de su amigo para abrazarle, por muy lejos que ambos estuvieran de poder imaginarlo, un hombre muerto que caminaba. Porque apenas le restaban cuarenta horas de vida.